Un día de coraje



Era martes, y me desperté distinto.

No me costó levantarme. Salté de la cama como si cuatro brazos fornidos me hubieran empujado por la espalda y apagué la alarma del celular con determinación.

Salí de mi cuarto y fui al baño a cepillarme, moviéndome con un andar avasallante, equino. De un solo tirón me salió la cantidad perfecta de crema de dientes y la proporción justa de agua del lavamanos.

Subí la mirada al espejo y vi que no era yo; lucía una postura teutónica: los hombros echados para atrás, la cabeza coronando mi cuello erguido como estampa de guerrero.

En ese instante me di cuenta de que me había despertado con coraje.


Aprovechando con lucidez las implicaciones de mi recién adoptada condición, le escribí por Facebook a cinco chicas que me gustan para invitarlas a salir. Mis mensajes fueron redactados con tanta audacia -balance perfecto entre confianza, dominio, claridad e indulgencia- que todas dijeron que sí, de manera que tuve que recurrir a la tiranía práctica del orden de llegada: sólo le respondí a M.

Quedamos en vernos por la noche. En ese momento me percaté de que no tenía ninguna ropa que le quedara bien a mi nueva actitud, así que tuve que salir a comprar un vestuario apropiado.

En lo que llegué a la tienda me atendió una chica que sucumbió ante mis maneras irresistibles. Minutos luego de entrar al probador para ver cómo me quedaba el atuendo de corajudo -chemise negra, pantalones negros, chaqueta gris- la chica se coló en el minúsculo espacio y se levantó su franela para mostrarme sus credenciales estéticas, como si se estuviera postulando para un contacto de pieles. La tomé por el cuello y la besé con apuro apasionado para luego retirarla del probador. Ella tomó mi desmán como catalizador de deseo y me lanzó su sostén, autografiado con su número de teléfono.

El resto del día pasó sin contratiempos, pues cuando se tiene coraje nada es importante: que haya retraso en la línea D, que la fila del Rapipago esté llena de distraídos, o que siga haciendo este frío que no termina de irse la puta que lo parió.

Llegó la noche y pasé buscando a M en un taxi. En lo que subió al auto supe que al final de la noche tendría licencia para palpar las llanuras de su piel y que me daría cobijo en su cueva almibarada: vestía un escote ansioso por despertar sensaciones, despedía una provocadora fragancia de uvas y canela, mostraba un rímel que imploraba estropearlo, y me dio un beso tímido que rozó una esquina de mis labios como quien salta un charquito de lluvia.

Hablamos y tomamos varios Negroni hasta que ella me aseguró que no podía más, que su calor de adentro le suplicaba deshacerse de lo que llevaba encima y que tendría que llevarme a su casa para obtener la calma de saciar los antojos urgentes.

Desempeñamos tres encuentros amatorios de culminaciones exitosas y amanecimos abrazados y envueltos en sábanas blancas, a la manera de vallas publicitarias que aspiran vender placer -como si efectivamente la cucharita pudiera persuadirte a comprar yogurt, un pasaje a Londres o una nueva póliza de seguros.

Mi día de coraje terminó de manera impecable, sin ningún tipo de sobresaltos, con una exacta correspondencia entre las ansias y los suspiros. Sin embargo, ésas fueron precisamente las cualidades que no permitieron que disfrutara ese día extraordinario, pues resulta que como nada cuesta cuando se tiene coraje, entonces nada te genera alguna sensación de logro.


Fue entonces cuando envidié al Victor que suelo ser desde que tenía seis años, que fue cuando contraje el virus de la timidez.

Quise volver a ser ese Victor -jorobado, inseguro, pesimista- que le escribe mensajes torpes por Facebook a las chicas que le gusta, que tarda una eternidad en robar besos que no están bien dados a las chicas que le gusta, que se reprocha todo lo que le dice y hace a las chicas que le gusta.
 

Quise volver a ser ese Victor sin coraje porque al menos él sí hubiese sentido un mínimo de emoción.

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