Callar(nos) para escuchar(nos)



Llevo poco más de dos meses viviendo en Buenos Aires. Es la segunda vez que vivo fuera de Venezuela: el país que me vio nacer y en el que he vivido la mayor parte de mi vida. También viví dos extraordinarios años en Nueva York. Tanto Estados Unidos como Argentina me han recibido con sus brazos abiertos, me han permitido estudiar, trabajar y disfrutar de un inconmensurable privilegio: crecer como profesional y como persona. Por eso es que estos dos países contarán con mi eterna gratitud.

El poco tiempo que llevo viviendo en Argentina me ha puesto en contacto con lo que sin duda es uno de sus valores más importantes: su gente. No creo que haya mejor manera de conocer la cultura de un país que sentarse a hablar con una persona de allí. Aunque más que hablar, uno lo que debería hacer es escuchar. Mi abuelo, una de las personas que más ha marcado mi vida, fue uno de los grandes conversadores que he conocido. Y lo era precisamente porque por sobre todas las cosas sabía escuchar a los demás.

Larry King, figura emblemática de la televisión norteamericana, llegó a confesar al retirarse del programa que conducía en CNN, que la mejor lección que le habían dado las más de 50 mil entrevistas que hizo (actual récord mundial) a lo largo de 53 años de carrera, era que sólo se podía aprender de una persona cuando uno guardaba silencio y la escuchaba.

Pero pareciera que escuchar es lo que menos estamos haciendo los seres humanos en este momento. Sólo basta con abrir las páginas de un diario, salir a la calle o conectarse en Internet para darse cuenta de que, aunque vivamos en un mundo cada vez más globalizado e interconectado, nuestras comunicaciones cada vez son más unidireccionales que nunca. Las redes sociales, en vez de acercarnos más, parecieran que constituyesen suelos fértiles para la crítica destructiva, los insultos y las opiniones radicales. Internet se está convirtiendo en un campo de guerra cuya arma más altisonante es la intolerancia.

No estamos usando todas estas poderosas herramientas para debatir, discutir, o comunicarnos mejor entre nosotros. No, pareciera que las estuviésemos utilizando para ver quién expresa la opinión más contundente, el punto de vista más intransigente o la perspectiva más irreverente. Lamentablemente estamos ejerciendo una especie de violencia que, aunque digital, también hace daño y habla de manera bastante negativa sobre cómo pensamos y actuamos.

El caso más reciente de esta creciente intolerancia se puso en evidencia con el caso de “Caracas, ciudad de despedidas”, video posteado en YouTube, en el que un grupo de jóvenes caraqueños expresan sus inquietudes sobre la posibilidad de irse de su país. Epítetos en 140 caracteres abundaron por Twitter, insultos se postearon en los muros de muchas cuentas de Facebook, y el tema se convirtió hasta en jodedera en forma de “memes”.

Sin embargo, las manifestaciones de intolerancia no sólo han sido provocadas por un tema tan importante y sensible como el de la emigración de los jóvenes en Venezuela. Temas mucho más banales que van desde la calidad del disco nuevo que saca cierta banda, declaraciones controversiales de figuras públicas, el vestido que usó fulanita en tal entrega de premios, o hasta el resultado de un partido de fútbol entre equipos históricamente rivales sirven como excusas para que afloren demostraciones de odio e irrespeto que, insisto, son elocuentes de la manera en la que nos estamos desenvolviendo en la segunda década del siglo XXI.

Es verdad, internet también se ha convertido en plataforma de iniciativas maravillosas provenientes de diversos campos: activismo político, ecología, creatividad en todas sus manifestaciones y campañas de concientización, entre muchas otras. Tengo el gran honor de contar con amigos que tienen blogs o cuentas de Twitter en las que postean brillantes reacciones ante fenómenos sociales recientes, pero también me temo que son casos muy puntuales dentro de una miríada de expresiones reprochables.

En el poco tiempo que llevo viviendo en Argentina he tenido la oportunidad de enfrentarme a eso que uno trae además de las maletas cuando llega a otro país: los prejuicios. He tenido la fortuna de hacer amigos argentinos (tanto de Buenos Aires como del interior) en pocas semanas, y a lo largo de conversaciones que he sostenido debo reconocer que sus actitudes u opiniones, diferentes o contrarias a la mías, me han hecho reflexionar mucho sobre mi propia manera de pensar.

Al escucharlos emitir una declaración, en mi opinión un tanto radical ya sea por su contenido o por la distancia que la separa de lo que pienso, mi primera reacción es la de oponerme con fuerza a dicho punto de vista. Casi siempre trato acallar ese primer impulso y no exteriorizarlo, pero el hecho es que lo siento por dentro. A veces no puedo evitar el hecho de preguntarles el por qué de tan particular posición para tratar de no juzgarlos con premura y, en lo posible, de entenderlos.

Como se habrán dado cuenta, en esta reflexión que desarrollo estoy partiendo de que yo también, al menos internamente, he sido practicante de esa intolerancia que en internet se hace pública con tanta frecuencia. Lo que pasa es que así como he sentido ese primer impulso de rebatir lo que el otro me dice, también hago un esfuerzo (que, créanme, no es fácil) para tratar de hacer justamente lo que no estamos haciendo: escuchar al otro.

Los radicalismos sólo engendran más radicalismos, y éstos nunca llevan a nada bueno. Mucho menos cuando ejercemos posiciones extremas con la persona que tenemos al lado. Este es un llamado de atención para que, en vez de estar vociferando nuestras opiniones como autómatas, nos callemos (o dejemos de teclear) y nos tomemos el tiempo de escuchar (o de leer) eso que el otro -el que “no tiene la razón”, el que es “distinto”, el que está “loco”, el que no piensa como nosotros- tiene que decir.

Sigamos el sabio consejo de Larry King y guardemos silencio: ese es el primer paso que debemos tomar para poder escuchar, y escuchar es el siguiente paso para tratar de entendernos. Porque tratar de entendernos, aun cuando resulte difícil, al final termina siendo más barato y enriquecedor que pelear, dividir, juzgar e irrespetar.


Guardemos silencio, escuchemos al otro y tratemos de entendernos. Estoy seguro de que esta es una receta para vivir mejor en un mundo mejor.  

Comentarios

Anónimo dijo…
¡Excelente!

G
Mahe dijo…
Vic, qué bien me ha caído este post.

Un fuerte abrazo, años sin entrar a tu blog.
Anónimo dijo…
Yo hablo mucho pero tambien adoro escuchar a los niños, ancianos y a mis hijos. Es extraordinario escuchar, especialmente en mi carrera. Es tan contradictorio que los nuevos avances tecnologicos de la comunicacion nos acerque al lejano y no nos permitar escuchar al cercano. como dice CALA de CNNE, el arte del buen hablar, es saber escuchar!

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